lunes, 10 de octubre de 2005

Día 8: Las Vegas-Los Ángeles

Día 8, 10 de octubre de 2005. Octavo día; ésto se acaba.

Salimos de Las Vegas a las ocho de la mañana, porque algunos del grupo tenían vuelo temprano desde Los Ángeles. El trayecto hasta L.A. fue largo y tedioso, aburrido. Autopista para cruzar el desierto de Mohave a una velocidad bastante elevada para una Harley. Entre 80 y 90 millas por hora, primero con fresquito y viento, en la recta final con calor agobiante.

Recorrimos cerca de 300 millas, con dos únicas paradas: una al salir de Vegas para poner gasolina, y otra a mitad de camino para comer algo. La entrada en Los Ángeles fue un poco pesada, con un denso tráfico que me recordó al de Madrid y una nube de polución que también.
Dejamos las motos en Eaglerider y disolvimos el grupo tras 8 días de viaje. Sólo Marc, su familia, Steve y yo nos quedamos juntos, porque a mí me salía el vuelo al día siguiente y los Schluessel prolongaban sus vacaciones aquí. La despedida fue un trago extraño; es curiosa la sensación de vivir tantos y tan intensos días con una gente que tal vez no vuelvas a ver. Jean Paul y su hija, Bernard y Sara, Jean Claude, Francoise y Jannick, Jean, Alex,... –bueno, a éste si que lo volveré a ver–. Conocí muy buena gente aquí...

Luego me fui con mi familia adoptiva a casa de Steve y al hotel. Marc me acompañó amablemente a comprar mi capricho, un iPod que no tuve ocasión de encontrar en todo el viaje, tan lleno de tiendas de turismo y poco más.
El hotel está justo al borde del mar, en la marina junto a Redondo Beach. Me impresionó el sonido de las focas al anochecer...
Cenamos en “el mejor restaurante para comer carne en L.A.”, según Marc. La verdad, es que la costilla que cené allí no se parecía a la de ningún otro sitio de estos días. Me invitaron a cenar –y al hotel–, todo un detalle que espero haber sabido agradecer lo suficiente.

Esta noche acabé de enamorarme de la familia de Marc. Los niños son fantásticos –Noemí, Timothy, Margot, Josephine–, y a pesar de mi hándicap con el idioma, disfrutamos mucho juntos; su mujer –Bridgite–, simplemente encantadora. Steve ya me tenía más que convencido de su buen carácter, pero esa noche amplié mi buen concepto de él al conocer a su mujer y a su hija.
Quedamos a pasear por Redondo Beach antes de irme al aeropuerto al día siguiente. Me desperté a las 6:45 y salí a patinar con Steve, con los patines de Marc, y éste paseó con su bici –Marc fue, entre otras muchas cosas, ciclista profesional–. Divertido, sobre todo para Steve, que disfrutó como un enano verme tambalearme sobre los patines en línea. Caí un par de veces y me relajé circulando al borde de la playa, ¡como en las películas!... Me dio especial pena despedirme de ellos dos.
El vuelo de vuelta fue el de la reflexión; ¡un trayecto Los Ángeles - Philadelphia - Barcelona - Madrid - Vigo da para mucho!.

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